El Semitismo en Ascendente: La historia de la antigua Mesopotami [SEMITISMO VS. ANTISEMITISMO Parte 2]
Si no has leído todavía la Parte 1, puedes hacerlo aquí:
En la Parte 1 de esta serie mencioné a Sargón de Acad—un hombre sin igual—que lideró a las antiguas clases bajas semitas en revolución contra sus gobernantes sumerios y estableció el Imperio Acadio hace 4,300 años.
Dicho evento—la revolución de Sargón—instituyó una cultura política y legal asombrosamente estable, centrada sobre los ideales de la ética, la justicia, y la protección de la gente más vulnerable que, durante los siguientes 4,300 años, liberaría a cientos de millones de humanos. (Y eso continúa…)
Esa cultura tan especial, esa ideología, es lo que estoy llamando semitismo.
En la Parte 2, que sigue abajo, te daré una probada del impacto literalmente épico del semitismo en la historia mundial. Espero contribuir algo a la autoconsciencia del semitismo occidental, para que cobre consciencia de sí mismo y tome fuerzas para una última gran lucha por la libertad.
(Pido disculpas por las resonancias tolkienescas, pero… ¡es que todo es cierto!).
Una nota sobre mi terminología
Aquellos importantes reyes mesopotámicos quienes, en nuestra más profunda antigüedad, defendieron la cultura legal y política del semitismo, los estoy llamando semitistas.
Esto es ‘semitistas’ y no ‘semitas’ porque estoy refiriéndome a una ideología y no a una comunidad lingüística.
No obstante, existe una relación aquí, por supuesto, entre lenguaje e ideología. Fueron hablantes de idiomas semitas quienes primero establecieron esta ideología, y fueron hablantes de idiomas semitas quienes la preservaron y desarrollaron (y ésa es una de mis razones para llamar a esto ‘semitismo’). Pero dicha ideología puede ser adoptada, por supuesto, por hablantes de idiomas no semitas—y a lo largo de los siglos muchos lo han hecho—. En tres épocas muy importantes, los pueblos babilónicos fueron gobernados por hablantes de idiomas no semitas que devotamente aseguraron la continuidad del semitismo en aquella civilización.
Ahora bien, la búsqueda de compasión, ética, tolerancia, justicia, e igualdad es lo que yo estoy llamando semitismo, entonces, ciñéndonos a la lógica etimológica más estricta, sigue que la obsesión totalitaria por convertirnos a todos en esclavos debe llamarse antisemitismo.
Pues ¿qué crees? Ya está. Ya hablamos así. A los nazis alemanes, que querían destruir la democracia y convertir a cada uno de nosotros (incluyendo a los alemanes) en esclavos, los tildamos de antisemitas. Además, en concordancia perfecta con las diferenciaciones y distingos que propongo, los nazis odiaban el semitismo, y—ojo—no a los semitas.
Puedo demostrarlo. Basta con desviarnos brevemente para considerar la relación entre los nazis y los árabes. Porque los árabes hablan una lengua semita, cosa que obviamente no estorbaba la atracción que los nazis expresaban por ellos. Y Adolfo Hitler de plano se embriagaba de amor por la religión árabe, el islam.
Albert Speer, el ministro de armamentos de Hitler, habló de esto en sus memorias contritas, escritas en prisión después de la guerra. Hitler, dijo Speer, amaba el islam porque es “una religión que cree en difundir la fe por medio de la espada y subyugar a todas las naciones a esa fe.” Si los musulmanes hubiesen conquistado Europa en la Edad Media, en lugar de ser “repelidos en la Batalla de Tours [Poitiers],” pensaba Hitler, “alemanes islamizados podrían haber encabezado el Imperio Mahometano.”1
Eso está interesante. Quiere decir que el supremacista alemán Adolfo Hitler ¡prefería que los árabes musulmanes hubiesen derrotado militarmente a los alemanes medievales! Y eso, ¡para que los alemanes pudiesen heredar el islam! Esto lo que delata es un amor pronunciado por la religión mahometana.
Insistía muy a menudo con estas ideas.
“Hitler usualmente concluía estas especulaciones históricas con la siguiente observación: ‘Miren, ha sido nuestro infortunio tener la religión equivocada. … La religión mahometana … hubiera sido mucho más compatible con nosotros que el cristianismo.’ ”2
Consistente con todo aquello, antes y después de la Segunda Guerra Mundial Adolfo Hitler y los nazis forjaron gustosos alianzas importantes con líderes en todo el mundo árabe musulmán, y dichos líderes expresaron una admiración recíproca por el nazismo.
Todo encaja, porque, pese a todo lo dicho sobre las ‘religiones abrahámicas,’ es el judaísmo—y no el islam—el que ha llegado hasta nuestros días como el vehículo humano expresivo de los ideales del semitismo mesopotámico. El islam es algo enteramente distinto y no tiene, en realidad, relación alguna con el judaísmo. Cualquier afirmación contraria es un fraude—un fraude fundamental que se inscribe en la génesis del islam—.
Como correctamente reconoció Hitler, el islam expresa ideales idénticos o adyacentes, funcional y políticamente hablando, a los de los nazis alemanes. Es natural, por ende, que Hitler no tuviera problema alguno con el islam. Por el contrario, su pleito era con el vehículo humano del semitismo en Occidente, los judíos, y con la expresión moderna más sofisticada del semitismo, que es la democracia occidental. Eso era lo que los nazis odiaban.
Yo afirmo que mis términos técnicos, como los defiendo aquí, y el modelo que apoyan, se ajustan perfectamente a otros siglos también. Eso se pone a prueba consultando el resto de nuestra historia. Pues si el modelo realmente atina de forma general, entonces los odiadores de judíos en tiempos pasados debieron también ser totalitarios interesados en esclavizar hasta el último de nosotros (no solo en matar judíos). ¡Y así ha sido! Yihadistas, nazis alemanes, boyardos rusos, ‘santos’ inquisidores, y antiguos aristócratas romanos y grecomacedonios, todos cometieron genocidio contra los judíos y trabajaron duro también para convertir al resto del mundo en esclavo. Han sido enemigos de las libertades de todos.
¡Antisemitas!
Por supuesto que los opresores totalitarios de los occidentales, antiguos y medievales, han sido apologizados en nuestras escuelas con la afirmación de que la esclavitud y la opresión eran universales en el pasado porque, supuestamente, antes de tiempos modernos, nuestros antepasados vivían en una ignorancia total sobre la ética. Pero esa historia es falsa.
Nos han podido vender esa ‘historia’ porque no aprendemos casi nada sobre la Mesopotamia antigua en la escuela, entonces aceptamos la mentira etnocentrista de que el mundo antiguo entero era tan inmundo como las sociedades grecorromanas, a las cuales nos instruyen aceptar como nuestro principal herencia. Pero algunas sociedades antiguas, por contraste dramático con los antiguos grecorromanos, eran liberales.
Sí, había esclavos en Mesopotamia, pero no eran tantos, y eran tratados como personas, no como animales (no tenían libertad, pero sí gozaban de algunos derechos legales importantes, y no eran sometidos a crueldades arbitrarias ni mucho menos gozosas).3 En sus valores y metas civilizacionales, las sociedades babilónicas eran asombrosamente similares a nuestros Estados modernos occidentales.
Dicha similitud en absoluto es una coincidencia. El semitismo mesopotámico—también herencia nuestra—ha venido luchando por la libertad de todos desde nuestra civilización más vieja, empezando con Sumeria. Los defensores del semitismo pelearon contra los antiguos grecorromanos cuyo empeño dedicado fue destruir el semitismo en Mesopotamia. Y por vía de los judíos, el semitismo finalmente sedujo a los grecorromanos y a sus descendientes culturales. Por eso al final pudimos construir las democracias modernas occidentales.
En resumen, en este análisis, la lucha entre el semitismo y el antisemitismo ha sido el motor de nuestra historia política entera. Y la judeofobia—el odio contra los judíos (como tales)—si bien es sin duda antisemitismo, debe ser reconocido como un caso especial.
Bien. Ya está la terminología. Ahora vayamos a la historia.
Las penumbras de la antigüedad mesopotámica.
Ciertamente, la judeofobia es un caso especial de antisemitismo, pero durante mucho tiempo este caso especial viene abarcando todo el terreno. Eso es porque en el siglo 7 el islam, esa gran corriente antisemita, dio el golpe final contra el semitismo en Mesopotamia, y en consecuencia los judíos (y su prole cristiana) son todo lo que sobrevive del semitismo antiguo. Sin embargo, el impacto del pensamiento judeocristiano para la liberación de todos los seres humanos ha sido tremendo. Piensa nada más en el día semanal de descanso, una bendición para el planeta entero heredada del sabat judío. O piensa en la democracia, otra consecuencia moderna del semitismo judeocristiano.
El semitismo siempre ha estado en esto—peleando por todos nosotros. Para descubrir ese patrón milenario, debemos ir hasta el principio: a la antigüedad mesopotámica.
En la Parte 1 te comenté sobre Sargón de Acad—Sargón el Grande—líder de los semitas subyugados y luego rebelados en Sumeria para establecer el Imperio Acadio. Esto echó a andar el semitismo hace 4,300 años. Y los acadios se mantuvieron sobre esa línea durante 200 años.
Pero los imperios caen. Los gutis—que desde antes eran un problema—vinieron de Oriente y se impusieron.
El académico Bill T. Arnold explica que en Mesopotamia la “caída del Imperio Acadio” fue interpretada “durante más de un milenio” en términos enteramente morales. Según un documento cuneiforme mesopotámico llamado la Crónica Weidner, “Marduk, Rey de los Dioses” tomó partido por los gutis contra el rey acadio Naram-Sin porque éste último había elegido oprimir a su propia gente:
“Naram-Sin destruyó a la población de Babilonia. Dos veces [Marduk] llamó al ejército guti contra él.”4
La evidencia arqueológica rescata la reputación de Naram-Sin, que parece haber sido un buen rey. Pero aun estipulando que la Crónica Weidner—un texto propagandístico religioso despreocupado por la verdad histórica y escrito muchos siglos después de Naram-Sin—haya sido injusto con aquel rey, la cuestión que me ocupa es la tendencia babilónica a interpretar los eventos históricos en términos morales. Eso también lo encontramos—y con creces—en la Biblia Hebrea (Tanaj), pues ahí vemos a Dios enviando enemigos a castigar a los reyes acusados de desviarse del gobierno ético (ver Libros de Reyes y Libros de Crónicas).
Y al parecer ésta es una muy vieja tradición babilónica. Consideremos a Utu-hegal, quien, después de cien años de dominación guti, los expeliera, para luego interpretar así su victoria en la famosa estela triunfal o Tableta de Utu-hegal:
Gu[tium], la serpiente colmilluda de la montaña, quien obrara con violencia contra los dioses, quien se llevara la corona de la tierra de Sumeria a la tierra montañosa, quien llenara la tierra de Sumeria de maldad, quien tomara a la esposa del que tenía una esposa, quien tomara al hijo de quien tenía un hijo, quien trajera la maldad y el mal al país (de Sumeria)—el dios Enlil, Señor de las tierras extranjeras, comisionó a Utu-hegal, el hombre fuerte y poderoso, rey de Uruk, rey de los cuatro cuadrantes, el rey cuyas órdenes no pueden ser revocadas, para que destruyera su nombre.
Es imposible no percatarse de la interpretación moral, donde el castigo divino se impone por oprimir a los gobernados: El dios Enlil favoreció a Utu-hegal porque Gutium “llen[ó] la tierra de Sumeria de maldad,” es decir que los gutis llenaron esa tierra de asesinato, porque los gutis habían conquistado Acad (‘Sumeria’) por la espada; de violación (“tomar[on] a la esposa del que tenía una esposa”); y de esclavitud (“tomar[on] al hijo de quien tenía un hijo”). Utu-hegal entendía el idioma de los derechos humanos universales: quienes traían asesinato, violación, y esclavitud “met[ían] la maldad y el mal al país.”
Ahora bien, los historiógrafos han elegido llamar a Utu-hegal, a su sucesor, Ur-Nammu, y a los descendientes dinásticos de Ur-Nammu, ‘reyes neo sumerios.’5 Creo que esa etiqueta puede confundir. Cierto, eran étnicamente sumerios, pero para nada querían recrear el ancien régime político de Sumeria. Por el contrario, Utu-hegal y Ur-Nammu se concebían a sí mismos como restauradores del Imperio Acadio. Ideológicamente, eran semitistas.
Y eso, en sí, es notable. Quiere decir que para cuando llegaron los gutis, ya no importaba si la gente de Babilonia era gobernada por semitas o por sumerios porque la ideología monárquica de Sargón—extender derechos a todos, proteger a las clases bajas y vulnerables—había sido totalmente institucionalizada durante las dos centurias de gobierno acadio y había transformado a todo mundo ahí. Utu-hegal y Ur-Nammu, si bien étnicamente sumerios, eran defensores orgullosos de esta cultura liberal semitista.
Para mayor confianza sobre este argumento, basta considerar al gran experto sobre los ‘sumerios,’ Samuel Noah Kramer. Para él todo es ‘Sumeria’ hasta el final del Imperio ‘Neo Sumerio.’ Y se explaya sobre las virtudes éticas de los ‘sumerios.’ Escribe:
Los sumerios, según sus propios documentos, atesoraban la bondad, la verdad, la ley y el orden, la justicia y la libertad, la ética y la transparencia, la caridad y la compasión, y naturalmente aborrecían sus opuestos, la maldad y la mentira, el desorden y la ilegalidad, la injusticia y la opresión, la pecaminosidad y la perversión, la crueldad y falta de compasión.”6
Cierto, pero todos los ejemplos (sin excepción) que nos presenta de ‘sumerios’ expresando estos loables valores son posteriores a las revoluciones de Urukagina y Sargón. Éstos, por lo tanto, son los valores de la civilización acadia, misma que los gobernantes ‘neo sumerios’ a la postre de Sargón, como Utu-hengal y Ur-Nammu, habían recibido en su crianza.
Los dioses acadios también eran éticos. Kramer—para quien, recordemos, todo lo que sigue a Sargon y precede la caída del Imperio ‘Neo Sumerio’ debe todavía llamarse ‘Sumeria’—escribe lo siguiente:
“Los dioses, por supuesto, también preferían la ética y la moral a lo inético e inmoral, de acuerdo a los sabios sumerios, y prácticamente todas las deidades del panteón sumerio son alabados en los himnos como amantes de lo bueno y lo justo, de la verdad y de la ética.”7
Esta orientación ética era tan fuerte que inclusive los dioses eran castigados si eran inéticos. Enlil, “la deidad más importante del pantéon sumerio,” a pesar de sus poderes supremos, fue aprehendido por los otros dioses y castigado luego de violar a la diosa Ninlil.8
Para señalar la restauración de esta cultura ética, el semitismo, Ur-Nammu y sus sucesores adoptaron los títulos ‘Rey de Sumer y Akkad’ y ‘Rey de los Cuatro Rincones (del Mundo),’ anteriormente utilizados por los emperadores acadios.
En el prólogo del Código de Ur-Nammu, el código legal más antiguo rescatado como texto de las penumbras del tiempo, el rey expresó en tonos elevados el gran propósito de la civilización acadia que estaba restaurando:
“… Ur-Nammu … de acuerdo con sus principios de equidad y verdad … estableció la equidad en la tierra; desterró la maldición, la violencia y la discordia … El huérfano no fue entregado al hombre adinerado; la viuda no fue entregada al hombre poderoso; el hombre de un siclo no fue entregado al hombre de una mina [= 60 siclos].”
Del matrimonio del siguiente emperador, Shulgi, hijo de Ur-Nammu, con una mujer de origen semita, Abisimti, puede inferirse la importancia de simbolizar desde el trono ‘neo sumerio’ la alianza y concordia entre sumerios y semitas en la renovada civilización acadia. Abisimti, “energética y activa,” conservó, luego de fallecido Shulgi, el título de ‘reina’ bajo los tres sucesores de Shulgi, en orden: Amar-Sin, Shu-Sin, e Ibbi-Sin. Los dos primeros son hijos de Shulgi, el tercero es nieto (hijo de Shu-Sin). De esos tres, señala Samuel Noah Kramer, por lo menos dos llevan nombres semitas. El conjunto de estos detalles sustenta el comentario de Kramer de que Shulgi “parece haber tenido una orientación semita.”9
No obstante aquello, el mismo autor observa que Shulgi amaba la literatura y cultura sumerias y fue patrono de la escuela sumeria, la edubba. La supervivencia de dicha escuela durante el periodo acadio hasta el ‘neo sumerio’ de Shulgi indica que desde tiempos de Sargón se había establecido ya la tolerancia de las dos principales culturas en el Imperio Acadio.10
Dicha tolerancia era producto de la ética del semitismo, institucionalizada en días de Sargón y continuada por los reyes ‘neo sumerios,’ que en realidad eran neo acadios, y además orgullosos custodios de dicha ética.
Shulgi, por ejemplo, considerado uno de los más grandes reyes en la historia entera de Mesopotamia, afirmó en el texto ‘Shulgi, Rey de la Abundancia,’ que entre sus obligaciones monárquicas estaban las siguientes:
“Que la justicia nunca llegue a su fin. Arrojar el mal en las profundidades, como si fuera una piedra liviana, para que ningún hombre haga de su prójimo un asalariado.”11
Los pueblos del restaurado Imperio Acadio (el ‘Imperio Neo Sumerio’ de los historiadores) tuvieron la fortuna de tener gobernantes cuya ambición era ser vistos por los gobernados, incluso por los más débiles (viudas y huérfanos), ¡como defensores de la ética y la justicia!
Después de los ‘neo sumerios,’ regresaron reyes de habla semita al poder, esta vez los amoritas, durante el largo período de Isin-Larsa del cual se sabe poco, cuando el poder se fragmentó nuevamente en ciudades-Estado locales.
Entonces, un rey amorita, Hammurabi, reunificó Babilonia. Trescientos años después de Shulgi y medio milenio después de Sargón, Hammurabi renovó el título de ‘Rey de Sumer y Akkad’ cuando fundó el Imperio Paleobabilónico.
El famoso código legal de Hammurabi se basó en el código de Ishbi-Erra, quien había antes usurpado al nieto de Shulgi, Ibbi-Sin.12 Este detalle demuestra que el semitismo estaba tan bien arraigado que sobrevivía las luchas dinásticas. Incluso los usurpadores se sentían obligados a continuar con la tradición de gobernar a favor de la gente.
Inclusive, en varias ocasiones, cuando los usurpadores eran invasores extranjeros. Hammurabi era amorita, y en una etapa anterior los amoritas—en aquel entonces “nómadas bárbaros,” dice Kramer13—habían sido enemigos de los reyes ‘neo sumerios.’ Pero el semitismo terminó por domesticar también a los amoritas. Hammurabi, de hecho, es el más ilustre defensor de aquella tradición.
En el prólogo a su famoso código legal, que sería copiado y estudiado por los eruditos mesopotámicos durante un milenio por venir, Hammurabi expresó así lo que entendía como su obligación monárquica:
“establecer el imperio de la ética en la tierra, destruir a los malvados y a los que hacen el mal; para que los fuertes no perjudiquen a los débiles; ... e iluminar la tierra, para promover el bienestar de la humanidad.”
Esto es el semitismo.
El antisemitismo, luego entonces, busca destruir el imperio de la ética, la protección de los débiles y el bienestar de la humanidad.
La dinastía amorita de Hammurabi fue expulsada del poder babilónico cuando el rey hitita Mursili I descendió de Anatolia y saqueó Babilonia. Mursili regresó rápidamente a Anatolia—sus campañas habían agotado sus recursos y generado mucha agitación en casa—pero no sin antes dejar a sus aliados casitas en control de Babilonia.
Los casitas fueron gobernantes altamente exitosos de Babilonia, la región sur de Mesopotamia, y la gobernaron más tiempo que nadie. No sabemos mucho sobre ellos, pero todo lo que sabemos sugiere que los casitas, quienes no hablaban una lengua semita, adoptaron también el semitismo ideológico. Se hicieron llamar ‘Reyes de Sumer y Acad,’ mantuvieron el acadio como lengua oficial, y también conservaron las estructuras burocráticas del Imperio Paleobabilónico de Hammurabi. Tal continuidad explicaría por qué, mucho después de los casitas, cuyo gobierno duró cuatro siglos, el Código de Hammurabi continuó siendo tremendamente influyente.
Al final el Imperio Casita fue desecho por ataques del Imperio Asirio desde el norte y de los elamitas desde el Este. El rey asirio Tiglath-Pileser III conquistó Babilonia en el año 729 AEC (‘Antes de la Era Común’ = ‘antes de Jesús’).
El encuentro entre los casitas y los asirios nos ayuda a ver claramente, otra vez, que los términos empleados aquí nos refieren a la ideología y no al lenguaje o a la etnicidad. Pues el semitismo lo pueden adoptar gobernantes de habla no semita, como hicieron los casitas, tanto como el antisemitismo puede igualmente ser adoptado por gobernantes de habla semita. Un ejemplo dramático de lo último son los yihadistas modernos. En el mundo antiguo, el ejemplo más obvio de esto son los asirios, cuyo idioma era un dialecto del acadio.
Con los asirios, el mal se había instalado.
Entregados completamente a la guerra, la esclavitud, y la crueldad, los antisemitas asirios eran monstruos consumados, asombrosa y orgullosamente brutales. Su estrategia de control era el terrorismo, así que en sus inscripciones los reyes asirios—a diferencia de Sargón, Ur-Nammy, Shulgi, y Hammurabi—celebraban el sufrimiento que imponían sobre todo mundo, y presumían de cómo arrasaban ciudades, exterminaban y exiliaban a pueblos enteros, torturaban inocentes, y esclavizaban a las multitudes.
Lo que el asiriólogo Marc van de Mieroop llama “la base ideológica del gobierno asirio” presenta similitudes funcionales importantes con los yihadistas posteriores, tan obsesionados con el orden totalitario. Veamos:
los yihadistas parten el mundo en Dar al Islam (la ‘Casa del Islam’) y Dar al Harb (‘la Casa de la Guerra’);
los yihadistas conciben a los habitantes de Dar al Harb como ‘infieles’ que deberán unirse al islam o ser asesinados o esclavizados (un proceso que, a su manera de ver, establece la ‘paz’); y
los yihadistas consideran que el terrorismo es un método bueno y apropiado tanto para mantener a los musulmanes a raya como para añadir nuevos musulmanes a sus filas.
Aquí la versión asiria de todo eso:
“El rey, como representante del dios Asur, representaba el orden. Dondequiera que tuviera control, había paz, tranquilidad, y justicia, y donde no gobernaba, había caos. El deber del rey era traer el orden al mundo entero, y eso justificaba la expansión militar. Esta idea permeaba toda la retórica real. Todo lo extranjero era considerado hostil, y todos los extranjeros eran vistos como criaturas no humanas. Imágenes de ratas de pantano o murciélagos, solitarios, confundidos y cobardes, eran comúnmente aplicadas a aquellos fuera del control del rey. Este mensaje se comunicaba a través de una variedad de medios. Para nosotros, hoy en día, las inscripciones reales son especialmente elocuentes, pero en tiempos asirios eran incomprensibles para la población mayoritariamente analfabeta. La gente era informada a través de eventos como desfiles de victoria, y hay evidencia de que ciertos relatos de campañas eran leídos en voz alta en las ciudades.”14
Para comprender lo que escuchaban los súbditos asirios cuando estas inscripciones “eran leídas en voz alta en las ciudades,” consideremos a Ashurnasirpal II, el tercer rey emperador asirio. Como su idea de ‘orden’ al parecer consistía en exigir el tributo más opresivo imaginable de las ciudades que gobernaba, estas ciudades se rebelaron y él luego las castigó. Para alardear de aquel castigo, Ashurnasirpal no contaba con las herramientas modernas empleadas por los terroristas de Hamas, quienes orgullosamente difundieron en redes sociales sus crímenes atroces del 7 de octubre de 2023. Así las cosas, el rey asirio se sirvió de inscripciones oficiales que hizo leer en voz alta a sus súbditos esclavizados:
“Construí una columna frente a la puerta de la ciudad y desollé a todos los jefes que se habían rebelado, luego cubrí la columna con sus pieles. A algunos los empalé en la columna en estacas y a otros los até a estacas alrededor de la columna. Corté las extremidades de los oficiales que se habían rebelado. A muchos cautivos los quemé vivos y a otros los tomé como cautivos vivos. A algunos les corté la nariz, las orejas y los dedos, a muchos les arranqué los ojos. Hice una columna con los vivos y otra con cabezas, y até sus cabezas a troncos de árboles alrededor de la ciudad. A sus jóvenes y doncellas los consumí con fuego. A los demás guerreros los consumí de sed en el desierto del Éufrates.”
Mordor.
La sombra de la muerte oscureció un territorio vasto, pues los asirios crearon el imperio más grande que el mundo había visto jamás.
Muchas personas se dejaron amedrentar, tal era la terrible violencia asiria. Sin embargo, los asirios no podían sacudirse su ‘Problema Babilónico,’ como han comenzado a llamarlo los académicos: no importa cuánta violencia dirigieran los asirios contra Babilonia, los babilonios se rebelaban de nuevo. Una y otra vez.
Esto se debía sin duda a que, para los babilonios, descubridores de la tolerancia cultural y la libertad política, nada en el universo tendría sentido hasta que el desquicio sangriento y psicópata de los asirios fuera primero completamente derrotado. Estamos hablando de una lucha existencial que conduciría a la primera gran ‘Guerra Mundial’ de la antigüedad (habría otras dos).
Dicha guerra mundial la ganó Nabopolasar, considerado caldeo (nuevamente semita), y sin duda un superhombre. Fue él quien liderara a los oprimidos babilonios a destruir el Imperio Asirio.
Después de esto, Nabopolasar se declaró ‘Rey de Sumer y Acad,’ es decir, sucesor de Sargón, y formó el Imperio Neobabilónico, restaurando la cultura del semitismo en Mesopotamia. Esto sucedió 1,700 años después de Sargón, en el año 609 AEC.
Semitas e iraníes, ¡uníos!
Para derrotar a los asirios, el babilonio Nabopolasar se había aliado con Ciáxares, líder de los medos, un pueblo iraní (al noreste) también oprimido por los asirios. Tras la victoria sobre los asirios, los medos crearon un vasto imperio que, sin embargo, no disputó el derecho de Nabopolasar al gobierno de Babilonia, ni tampoco, de hecho, a su soberanía sobre el resto de Mesopotamia.
Pero si bien aquella alianza se mantuvo, la destrucción de las ciudades asirias por los medos había causado mucha vergüenza en Babilonia, patria del semitismo. Los medos habían demolido y quemado todo en las ciudades asirias, sin siquiera perdonar los templos, y habían exterminado a la población, incluyendo a los niños.
Nabopolasar no era del todo inocente, pero el punto aquí es la vergüenza, sentida tan profundamente que cronistas posteriores en Babilonia intentaron exonerar a Nabopolasar y culpar enteramente a los medos.
¿Por qué tanta vergüenza? Porque dentro del semitismo, tal violencia, incluso contra los crueles terroristas asirios, se consideraba un pecado. Como en el Occidente moderno, los babilonios consideraban que la guerra, incluso contra terroristas, debía llevarse a cabo según reglas éticas.
Sin embargo, los medos no permanecerían violentos por mucho tiempo, ya que la civilización iraní estaba experimentando una transformación profunda. El vasto imperio medo gobernaba a muchos iraníes orientales que ya seguían el camino de la paz universal, fraternidad y justicia predicadas por el profeta iraní Zoroastro (Zaratustra). En una de las revoluciones religiosas más importantes de la historia, los medos, y también sus aliados los persas (otro pueblo iraní), se convirtieron al zoroastrismo.
Así las cosas, cuando Astyages, hijo de Ciáxares, se tornó opresivo, los nobles medos se aliaron con los persas, liderados por Ciro, Rey de Anshan, quien, al frente de un gran ejército de campesinos (según Heródoto), derrocó a Astiages en una nueva revolución. Ciro—Ciro el Grande—refundó el Imperio Medo como el Imperio Persa Aqueménida (550 a.C.).
Poco después, Ciro lideró con éxito un gigantesco ejército multiétnico para derrotar al rey Creso de Lidia, un antisemita que había atacado la frontera occidental de Ciro y andaba ahora esclavizando a sus pueblos. Y luego Ciro derrocó al gobernante del Imperio Neobabilónico, Nabonido. Según Heródoto, Nabonido había establecido una alianza con Creso, y eso nos sugiere que probablemente estuviera tornándose opresivo también (la propaganda de Ciro ciertamente acusa eso).
Con las conquistas adicionales de Cambises, hijo de Ciro, el Imperio Persa se convirtió en algo nunca antes visto. Desde Egipto y la actual Turquía (e incluso una pequeña parte de Europa), en el oeste, hasta lo que ahora es Pakistán, en el este, este imperio abarcaría a los pueblos del oeste de Asia y los bendeciría a todos con una combinación de ética zoroástrica y semítica.
Ciro fue… el Mesías.
No estoy exagerando—ésta es una afirmación literal—. El Libro de Isaías, origen de la tradición mesiánica judía, habla de un libertador ético y revolucionario (no de una víctima sacrificial mística) y llama a Ciro el Mesías del Señor: “Así dice el Señor a su Mesías, a Ciro, a quien tomé de la mano derecha” (Isaías 45:1). Es el único personaje en recibir dicho título de la pluma de Isaías: el Mesías del Señor. Y a Ciro le queda, pues ‘salvó al mundo’: trajo la paz casi a toda la oikoumene (como llamaban los griegos a la zona del ‘Mundo Conocido’ de sociedades urbanas).
Bajo Ciro y sus sucesores, el Imperio Persa Aqueménida se convirtió en una gran alianza de pueblos semitas y zoroástricos, unidos en la misión común de paz universal, fraternidad y justicia.
El semitismo, y el Imperio Persa Aqueménida
El semitismo, a través de los judíos y cristianos de Occidente, continúa hasta hoy día como una fuerza poderosa en la Historia Mundial, mientras que el zoroastrismo ha desaparecido casi por completo. Por ende es atractivo para mis propósitos ver el legado zoroástrico sobre todo como contribución a la corriente histórica del semitismo babilónico (comparte con el zoroastrismo una profunda afinidad ideológica).
Este enfoque se apoya también en otros detalles.
Primero, si bien zoroástrico, Ciro gobernó como habría hecho un buen rey semita: 1) incorporó a Babilonia a su imperio y la convirtió en una de sus capitales; 2) añadió ‘Rey de Sumer y Acad’ a sus títulos, declarándose sucesor de Sargón; 3) aseguró que las tradiciones religiosas y legales de Babilonia continuaran; 4) hizo del Arameo—lengua semita que para entonces se había convertido en la lengua franca de Mesopotamia (como el inglés hoy a nivel mundial)—el idioma oficial del Imperio Persa en las regiones asentadas por pueblos semitas.
Pero no es todo. En Babilonia, Ciro se encontró con muchos judíos, también semitas, que habían sido exiliados allí unos 70 años antes por el rey Nabucodonosor II (hijo de Nabopolasar) después de una revuelta israelita contra Babilonia. Ciro encontró en el movimiento legal y religioso judío el desarrollo más refinado, maduro y sofisticado del proyecto legal para la paz y la justicia iniciado hace tanto tiempo por Sargón el Grande. Y así, Ciro, rey de reyes zoroástrico de Asia Occidental, el hombre más poderoso que se había visto jamás, se convirtió en el gran patrono del judaísmo, una religión fundada en el recuerdo de una revuelta de esclavos (ver Éxodo) que expresaba, mejor que cualquier movimiento anterior, los valores centrales del semitismo babilónico.
Los judíos de aquella época eran proselitistas: deseaban convertir al mundo entero al judaísmo y así poner fin a la guerra y la injusticia, estableciendo la paz y la fraternidad en todas partes. Según lo narrado en los libros de Esdras y Nehemías (incluidos en el Tanaj, que forma parte de la Biblia cristiana), Ciro apreciaba estos objetivos judíos y apoyaba y subsidiaba al movimiento judío, y lo mismo sus sucesores. Protegidos e impulsados de esta manera dentro del Imperio Persa, los judíos llevaban un mensaje universal de amor, paz y justicia a dónde fueran, convirtiéndose—en gran medida por conversión—en una de las poblaciones más grandes de la antigüedad, expandiéndose fuera del imperio hacia el este, en Asia, y hacia el oeste, en el Mediterráneo.
Persas vs. Griegos
En el Mediterráneo, allende la costa occidental (egea) de la actual Turquía, la frontera más occidental del Imperio Persa, se encontraban los antisemitas más hábiles y peligrosos de todos: los griegos.
Desde Babilonia, los persas se preocupaban.
Mientras que los reyes babilonios habían defendido una ideología de gobierno basada en la memoria de revoluciones antiguas y más recientes que habían sacudido el yugo de la opresión para establecer y restaurar la búsqueda de la ética y la justicia como un objetivo civilizatorio, los griegos, en cambio, basaban toda su identidad en la historia de un antiguo genocidio.
Ésa es la historia de La Ilíada, que sin duda te hicieron leer en la escuela bajo la interpretación muy insistente de que es una obra de arte maravillosa y totalmente admirable. La poesía es quizás sublime (¿quién soy yo para juzgar?), pero al margen de eso queda la siguiente historia: Helena, la hermosa esposa del rey espartano, se enamoró del príncipe no griego Paris, de Troya, y escapó con su amante después de una visita real troyana a Esparta; en respuesta, todos los reinos griegos juntos enviaron a sus guerreros para quemar Troya hasta el suelo y exterminar a los troyanos. Para los antiguos griegos, este crimen genocida era un recuerdo orgulloso y sus perpetradores héroes dignos de emular.
Y vaya que los emularon. Como los asirios, total y orgullosamente dedicados a la guerra y a la esclavitud, los griegos iban a guerrear cada primavera, como el campesino a la siembra. Era obligadamente así porque la economía política depredadora de los griegos estaba en gran medida basada en el saqueo material y humano. Una vez derrotada la ciudad enemiga, se procedía a robar cualquier objeto valioso y a ejecutar a sangre fría a los ciudadanos adultos (todos varones) que hubiesen sobrevivido, para luego llevarse a sus mujeres y niños como esclavos. Cualquier esclavo previamente subyugado por la ciudad derrotada era también botín de guerra, por supuesto.
Dichas tradiciones resultaron en una estructura social particular. Como mencionamos en la Parte 1, un censo del pequeño imperio ateniense a finales del siglo IV contaba con 21,000 ciudadanos atenienses y 400,000 esclavos.
Nuevamente: Mordor.
Los griegos estaban conscientes de que tarde o temprano tendrían que destruir al semitismo mesopotámico o serían ellos mismos destruidos. Pues el semitismo era ahora impulsado y promulgado por el imperio más poderoso que se había visto, el Imperio Persa Aqueménida, más grande y rico todavía que el asirio. Y el semitismo se escurría hacia afuera del imperio por todos lados, inundándolo todo, seduciendo al planeta entero, amenazando con soltar las cadenas de los esclavos griegos.
¿La consecuencia? Regresó la guerra mundial a la oikoumene. O quizá deba decir guerras mundiales (plural).
Primero fueron las dos grandes guerras greco-persas—guerras tan gigantescas y tan impresionantes para quienes las presenciaron que dieron origen, en la pluma de Heródoto, a la disciplina de la Historia—. Las considero juntas como dos episodios de una guerra mundial: el intento que hiciera el imperio multiétnico de los persas por conquistar a los griegos.
Ese intento fracasó: los antisemitas en la península griega resistieron con éxito.
Increíblemente (al menos para quienes han seguido mi narrativa), este resultado ha sido celebrado por los historiadores occidentales como una victoria para la ‘democracia’ contra la ‘autocracia.’ Estos historiadores evidentemente consideran el sufragio de un puñado de criminales en la cima de Atenas como algo mucho más preciado que los abundantes derechos legales extendidos a todos en Babilonia y en el resto del Imperio Persa—incluso a los esclavos (que no eran tantos)—.
Luego vino la siguiente guerra mundial: la victoria alejandrina sobre los persas, un acto de saqueo y destrucción y el comienzo de una terrible opresión para los asiáticos occidentales. Los historiadores occidentales han optado también por celebrar esto. Se supone que Alejandro—a quien debieran comparar con Adolfo Hitler—fue un tipo maravilloso.
Según Plutarco, Alejandro el Macedonio (no ‘el Grande,’ por favor...), educado por su tutor, el filósofo Aristóteles, recibió la instrucción de tratar a los asiáticos, cuando los conquistara, “ ‘como plantas o animales.’ ”15 Siempre buen pupilo, Alejandro disfrutaba quemando ciudades asiáticas hasta los cimientos y crucificando a sus prisioneros de guerra por los miles, como hizo (por citar un ejemplo) en Tiro. Celebró su conquista del Imperio Persa con una gran borrachera y luego prendió fuego a la ciudad sagrada de Persepolis—una joya—en su totalidad, tras lo cual llevó la esclavitud—al estilo griego—a los pueblos de Asia Occidental.
El historiador Gunther Hölbl considera a Alejandro “un autócrata fanático.”16 Le queda.
La luz de las naciones
Cayó la oscuridad ahora sobre los pueblos de Asia occidental, que habían conocido la paz y la libertad durante doscientos años bajo la mirada compasiva y cuidadosa de los emperadores aqueménidas. Pero si bien el semitismo sufrió un golpe importante, se había cruzado en sigilo a Occidente—hasta el corazón de la civilización griega—transportado hasta ahí por un orgulloso vehículo humano: los judíos.
Muchos, muchos hablantes griegos se convirtieron al judaísmo (tantos, que se hizo para ellos una traducción de la Biblia Hebrea al griego: la Septuaginta). Dispersándose por todo el Mediterráneo, los judíos convertían con gran éxito a los paganos helenistas.
En reacción, los sucesores de Alejandro en los imperios ptolemaico y seléucida organizaron grandes masacres de judíos. El gran genocidio seléucida se narra en los Libros de los Macabeos, incluidos en la Biblia Cristiana (hasta hoy día, en la fiesta de Janucá, los judíos celebran su milagrosa victoria militar sobre sus opresores genocidas).
Pero la popularidad de los judíos entre los esclavos no hizo sino crecer. La razón es obvia. Por citar un ejemplo, en la Ley Oral judía, luego sistematizada en el Talmud, se ordena (Kidushin 20a) que el esclavo tenga ¡las mismas condiciones de vida que su amo! La consecuencia práctica de semejantes leyes era que el judaísmo, fundado sobre la historia de una revuelta de esclavos, estaba aboliendo la esclavitud.
En el periodo romano, los paganos del Mediterráneo, con la bota antisemita en el cuello, encontraban también mucho que admirar en el Dios Invisible de los judíos, que había liderado la revuelta de los esclavos israelitas y que se plantaba muy solidario con todos los pueblos subyugados y oprimidos.
Hillel el Viejo—el rabino más influyente de todos los tiempos—había venido de Jerusalén a Babilonia y enseñaba que el propósito entero de la ley judía podía resumirse con un mandamiento: “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19:18).17 Este mensaje lo escucharon con harta claridad los paganos, pues las sinagogas les abrían sus puertas. También escucharon hablar ahí de un Mesías—un líder revolucionario sobre el molde de Ciro el Grande—que vendría a liberarlos a todos del Imperio Romano.
Fueron miles y miles de conversos del paganismo al judaísmo. Y muchos que se pensaban un poco aquel brinco—los ‘temerosos de Dios,’ como los llamaban los judíos—eran en todo caso admiradores de los judíos, adoptaban algunas de sus leyes éticas y tradicionales, y brindaban un apoyo político.
Esto infundía terror en la aristocracia militar romana, que dejó hartos testimonios de su desazón.
Por citar un ejemplo, en un juicio donde hiciera las veces de abogado defensor el famoso estadista Cicerón, una figura del siglo primero, aquel se quejó de “la multitud de judíos” en la ciudad de Roma que “agitaban muy apasionados a veces en nuestras asambleas [informales].” Los muy numerosos judíos al parecer lideraban muchedumbres reunidas para presionar a las autoridades: “Ustedes saben cuán enorme aquella turba, como van siempre todos unidos, y lo influyentes que son en nuestras asambleas informales,” acusó Cicerón.
Y dicha influencia lo atemorizaba, pues él estaba defendiendo a Lucio Valerio Flaco, acusado en parte de robarse dineros judíos. Mientras hablaba, una muchedumbre judía se estaba juntando afuera y Cicerón expresó su temor de provocarla: “Así pues, hablaré en voz baja para que solo el jurado me escuche; pues no falta quien desearía incitarlos [a los judíos] contra mí y contra todo hombre respetable.” Por “hombre respetable” (algunas traducciones tienen “hombre eminente”) entiéndase aristócrata romano, pues Cicerón “a menudo calificaba de roña y caño a los ciudadanos comunes de Roma” y además “desprecia[ba] el cargo de tribuno,” que representaba a esos ciudadanos de las clases bajas.18 (Puedes imaginarte lo que pensaba de los esclavos.)
El contexto es harto interesante. El cliente de Cicerón, Flaco, había sido pretor durante el consulado de Cicerón y le había ayudado a derrotar a Lucio Sergio Catilina, líder de una coalición enorme de liberales, ricos y pobres, que pugnaban en contra de la opresión desmedida que imponían los aristócratas romanos en el siglo primero AEC. Ése fue un movimiento ideológico, pues incluía a los esclavos y también a muchos jóvenes aristócratas. Existen buenas razones para pensar (como presentaré en un artículo venidero) que los intentos de Catilina—y también de Clodio—de gestionar una revolución en Roma eran liderados por judíos conversos clandestinos.
Eso de que sucedieran conversiones de forma extendida en las poblaciones del imperio, y también a niveles tan altos en la aristocracia, lo testimonia el famoso Senador Seneca en el temprano siglo primero EC, cuando escribe que lamenta cómo “Las costumbres de esta maldita raza [los judíos] son ahora recibidas en todo el mundo. ¡Los vencidos confieren leyes a sus vencedores!”19
Otro testimonio es de Dión Casio, un antiguo historiador romano.
“No conozco el origen de este nombre [ioudaios = judíos] que ostentan, pero lo usan también otras personas, inclusive extranjeros, que enérgicamente aplican sus costumbres. Y esta gente está inclusive entre los romanos. Si bien a menudo reprimidos, crecieron hasta alcanzar una difusión gigantesca y ganar así por la fuerza la libertad de su culto religioso.”20
Como indica oblicuamente Dión Casio en la última frase (“si bien a menudo reprimidos”), el Imperio Romano trató de exterminar al pueblo judío en la primera mitad del siglo primero EC. En aquel tiempo, empero, los judíos eran numerosos y también sus aliados, como representa Cicerón, y el intentó fracasó (como narraré en un artículo venidero). Pero los romanos continuaron con sus intentos, y en la segunda mitad del siglo, y en el siguiente, tuvieron mayor éxito, y derrotaron finalmente a los judíos, completando un genocidio tan grande que, según los estimados de algunos historiadores, superó (en términos proporcionales) al de Hitler.
La complejidad cristiana
No había como parar, empero, la popularidad del semitismo—y siguió avanzando—. Así las cosas, al cabo de dos siglos inclusive el emperador romano se convirtió a un brote greco-judío llamado cristianismo.
Aquí las cosas sí que se pusieron complejas. Porque si bien la conversión imperial al cristianismo significó que Roma hasta cierto punto fue judaizada, el cristianismo, abrazado por el imperio, también fue grecorromanizado, y a raíz de este proceso dual el conflicto entre semitismo y antisemitismo—que había sido entre culturas, entre civilizaciones, ¡e inclusive entre continentes!—se convirtió en un conflicto interno de Occidente.
Como si M.C. Escher hubiese dibujado un doblez fractal sobre la superficie de Europa, ésta se tragó una paradoja y la alojó en el corazón de su identidad: dos filosofías morales y políticas perfectamente opuestas: semitismo y antisemitismo. Ambos.
Cierto, los textos judíos habían sido adoptados como sagrados. Y “ama a tu prójimo como a ti mismo,” al menos oficialmente, se presentaba como el valor más elevado, junto con sus numerosos corolarios (ama al pobre, ama al enfermo, ama a tu enemigo, etc.). Eso era semitismo.
Pero la identidad y el gobierno de la Iglesia eran grecorromanos. La Iglesia justificaba la opresión de los judíos como castigo por su presunto crimen de deicidio y celebraba dicho castigo como demostración del acierto cristiano y el error judío. Y el ‘error’ acechaba en otras partes, por lo cual la Iglesia persiguió—con violencia—los pensamientos de todos. En el año 800 fue la propia Iglesia quien reviviera el poder romano que había oprimido a todo mundo cuando creó el Sacro Imperio Romano germánico. Eso era antisemitismo.
La Iglesia, pues, ¡fue a la vez semitista y antisemita! Una vez absorbida y comprendida esta paradoja occidental—y la tensión que produjo—la dinámica de nuestra política en los últimos 2000 años se torna un libro abierto que cualquiera puede leer y entender.
En la Parte 3, que viene a continuación, describiré la paradoja occidental, con su origen en la identidad paradójica de la Iglesia Católica. En Parte 4 y Parte 5 explicaré cómo y por qué surgió esta paradoja. Y luego, en la Parte 6, resumiré brutalmente la evolución política occidental a la luz de esta paradoja.
Speer, A. (1970). Inside the Third Reich. London: Weidenfeld & Nicolson. (p.96)
https://archive.org/details/insidethethirdre0000spee/page/96/mode/2up
Para más contexto sobre esto, leer el excelente artículo de Andrew Bostom.
ibid.
Para más contexto sobre esto, leer el excelente artículo de Andrew Bostom.
Gil-White, Francisco, Were the Greeks Any Good? WEIRD Morality, Democracy, and the Semiotic Paradox of Classical Historiography (April 23, 2020). Available at SSRN: https://ssrn.com/abstract=3583957 or http://dx.doi.org/10.2139/ssrn.3583957
Arnold, B. T. (1994). The Weidner Chronicle and the Idea of History in Israel and Mesopotamia. In Millard, A. R., Hoffmeier, J. K., & Baker, D. W. (Eds.), Faith, Tradition and History: Old Testament Historiography in its Near Easter Context (pp.129-148).
No está totalmente clara la relación entre Ur-Nammu y Utu-hegal. Con base en los documentos se cree que Ur-Nammu pudiera haber sido hermano y además yerno de Utu-hegal. También hay razones para pensar que Ur-Nammu pudiera haber sido hijo de Utu-hegal. Samuel Noah Kramer afirma que Ur-Nammu usurpó el trono de Utu-hegal. Ver:
Vacin, L. (2011). Šulgi of Ur: Life, Deeds, Ideology and Legacy of a Mesopotamian Ruler as Reflected Primarily in Literary Texts (Doctoral dissertation, University of London, School of Oriental and African Studies) (pp.25-26)
Samuel Noah Kramer. The Sumerians: Their History, Culture, and Character (Phoenix Books) (Kindle Locations 927-929). Kindle Edition.
Samuel Noah Kramer. The Sumerians: Their History, Culture, and Character (Phoenix Books) (Kindle Locations 1594-1596). Kindle Edition.
ibid. (Kindle Locations 1604-1605).
ibid. (Kindle Locations 1604-1897).
Samuel Noah Kramer. The Sumerians: Their History, Culture, and Character (Phoenix Books) (Kindle Locations 943-946). Kindle Edition.
ibid.
Klein, J. (1995). Shulgi of Ur: king of a Neo-Sumerian empire. Civilizations of the ancient Near East, 2, 843-857.
Samuel Noah Kramer. The Sumerians: Their History, Culture, and Character (Phoenix Books) (Kindle Location 983). Kindle Edition.
ibid. (Kindle Location 950)
Mieroop, M. V. D. (2007). A History of the Ancient Near East Ca. 3000 - 323 BC. United Kingdom: Wiley. (p.206)
Citado en: Isaac, B. 2004. The invention of racism in classical antiquity. Princeton and Oxford: Princeton University Press. (p.301)
Hölbl, G. (2001). A history of the Ptolemaic Empire. New York: Routledge. (p.12)
Buxbaum, Y. (2008). The Life and Teachings of Hillel. United Kingdom: Jason Aronson, Incorporated. (ch.20)
Tatum, J. (1999). The patrician tribune: Publius Clodius Pulcher. University of North Carolina Press. (pp.10, 118)
De Civitate Dei 6.11
Citado en Slingerland, D. (1997). Claudian policymaking and the early imperial repression of Judaism at Rome. Atlanta, GA: Scholars Press. (pp.62-63).